La centralidad del colectivo docente como protagonista de los cambios en la educación es indiscutida. A menudo, se demanda a las instituciones formadoras de docentes la preparación en nuevas formas de enseñar y de aprender que tomen en cuenta los cambios que acontecen en todos los órdenes de nuestra sociedad: científico-tecnológico; cultural, económico. Estas mismas exigencias se trasladan a los docentes en ejercicio de la profesión quienes para estar a la altura de los requerimientos, deben continuar su formación con miras a optimizar su práctica del día a día de clases y también en lo más general, procurando conformar proyectos de innovación metodológica y conceptual. En el mismo sentido Camargo Abello et al, (2004) sostienen que el docente es un actor fundamental en el proceso educativo. Mencionan que existen algunos rasgos comunes que la sociedad demanda sobre los profesionales docentes; entre otros, se destaca que el docente debe ser autónomo, capaz de responder a las demandas y exigencias de una sociedad en constante movimiento, por los avances de las disciplinas que constituyen su saber y por los procesos interactivos y de desarrollo de los actores comprometidos en la tarea educativa. Para que todo ello sea posible es necesaria una formación docente continua articulada directamente con el ejercicio de la práctica.