En su Cancionero y romancero de ausencias (1958), Hernández erige un perfil que se separa de la grandilocuencia retórica de sus poemarios anteriores y propone un diálogo en voz baja con su lector. Cautivo, Hernández modula una voz que construye en el discurso un espacio de supervivencia frente a las prácticas deshumanizadoras del sistema carcelario. En este repliegue, configura un diálogo con un lector identificado con su discurso: articulado con la experiencia vital del autor, el Cancionero parece ingresar en las literaturas del yo, merced a operatorias de escritura próximas al diario íntimo o a las memorias de la privacidad.