Siempre que se habla de evaluación en ámbitos de la educación formal y especialmente en los universitarios, se habla también de la tensión entre la idea de evaluar los procesos de enseñanza y de aprendizaje que se desarrollaron durante un tiempo determinado y la acreditación que las instituciones educativas y los estudiantes reclaman.
Los docentes instalamos nuestras prácticas en esta tensión: respetar los enfoques y principios a los que adherimos y, al mismo tiempo, cumplir con la normativa, a la cual se suman las ideas que con respecto a la evaluación y a la acreditación los estudiantes han construido a lo largo de su escolaridad y que se ponen en juego en cada una de las cursadas.
Un aspecto no menor que tensiona sobre los estudiantes e influye sobre las decisiones que tomamos los docentes es que la calificación promedio obtenida durante la carrera universitaria redunda en la posibilidad o no de obtener becas de posgrado.
En este contexto, desde hace tiempo muchas cátedras vienen modificando las modalidades e instrumentos de evaluación, lo cual muestra que, a pesar de (o tal vez a partir de) estas tensiones, se ha iniciado un camino que intenta pasar de una concepción de evaluación como control de lectura a una pensada como elaboración de una producción.