En el marco de las discusiones generadas a partir de la emergencia de los denominados “estudios trasnacionales”, un foco de debate se centra en el lugar que se le concede a los Estados-nación en los procesos sociales contemporáneos (Basch et. al, 1994; Kearney, 1995; Guarnizo y Smith, 1998; Levitt y Glick Schiller, 2004; Glick Schiller, et. al., 2006; Levitt y Jaworsky, 2007; Khagram y Levitt, 2008). Mientras que algunos autores plantean el arribo a una “era posnacionalista” o el “desvanecimiento del Estado-nación” (Kearney, 1995) que se vería excedido por las dinámicas económicas, políticas y culturales actuales, otros/as destacan que las prácticas trasnacionales no implican la pérdida de centralidad del poder estatal y la retórica nacional en la configuración de los procesos sociales, sino que es necesario pensar los vínculos entre las personas y el Estado como múltiples y en un proceso de redefinición (Basch et. al, 1994; Levitt y Jaworsky, 2007; Koopmans y Sthatam, 2010).
Es decir, así como se desterritorializa el Estado por la creación de espacios trasnacionales, también se desterritorializa la hegemonía de los Estados sobre los/as ciudadanos/as, transformando las modalidades de su dominación pero sosteniendo su poder clasificatorio y la capacidad de aplicación de criterios normativos, nominativos e interpretativos (Goldring, 2002). En este sentido, sostienen que los discursos de la identidad continúan siendo formados en términos de lealtad a las naciones y los Estados-nación y, en diferentes países, se amplía la condición ciudadana “a quienes viven físicamente dispersos dentro de las fronteras de muchos otros estados, pero que permanecen social, política, cultural y en ocasiones económicamente ligados al estado-nación de sus ancestros” (Basch et. al., 1994: 8).
(Párrafo extraído a modo de resumen)