La constitución de los grandes museos metropolitanos en el siglo XIX en distintas ciudades del mundo fue acompañada de un ideario que buscaba que la sociedad alcanzara la Modernidad. Los museos antropológicos -o aquellos de Historia Natural que incluían colecciones antropológicas- reproducían una visión científica del ordenamiento del mundo, a través de la exhibición de las sociedades del pasado o geográficamente distantes, bajo los supuestos de que la sociedad occidental era la más avanzada y que la ciencia tenía suficiente autoridad para producir conocimiento sobre ellas (Mignolo 2009). La naciente Antropología, según los paradigmas de la época, buscaba crear una suerte de “enciclopedia de las razas humanas”, para lo cual se formaron colecciones científicas compuestas por restos humanos y objetos de la cultura material. Además, se desarrollaron dispositivos para “recolectar” datos sobre las comunidades vivientes, tales como registros fotográfico, lingüísticos, de relatos, mitos y canciones o mediciones antropométricas. Se buscaba garantizar la compilación de “evidencias” que sobrevivieran a lo que se percibía como la extinción de los pueblos aborígenes. En efecto, estos pueblos eran transformados por exterminio, invisibilización de sus formas de vida, desplazamientos o asimilación forzada en situación de desigualdad.