La pregunta por el origen de una disciplina se relaciona con sus propias esencias. Constituye un interrogante respecto de dónde procede un ente o una cosa y mediante qué medio es como es y, en definitiva, qué es (Heidegger 2003). Reflexionar sobre los orígenes de una disciplina impone una carga ontológica y su referencia existencial entre lo corpóreo y lo inmaterial. ¿Cuál es, entonces, la esencia que precipita y hace a la Historia de Lectura? Es decir, aquella última cosa sin la cual no existiría su estudio.
La respuesta es significativa: los lectores son los que justifican la Historia de la Lectura. Lo nominativo de esta materia, lo que le brinda su identidad e impone su quehacer, la pauta que despliega el nombre para que instrumentemos su propia especificidad, inequívocamente, son los lectores y no, en particular, otra cosa. Lo que “cosifica” en forma unívoca e identitaria a este relato de la historia y, sin duda, lo reviste de novedad, se afinca en la residencia de los lectores. El acto de leer y su narrativa a lo largo del tiempo, con sus variaciones de usos y modalidades, con sus cambios y pasiones emocionales, con sus instancias de mutaciones de soportes, tienen como resultado final el enigma y la encrucijada del lector.
¿Pero qué hacemos cuando en la actualidad hacemos Historia de la Lectura? La Historia de la Lectura moderna tiende a desacralizar la participación del autor y a entronizar la actividad de los que leen (Chartier 1993; Foucault 1999). La complejidad de esa tensa y ubérrima relación entre los autores y los lectores es lo que caracteriza a esta disciplina en construcción. En este juego de tensiones no se debe olvidar la tonalidad que se construye con la dialéctica autor-lector.