Si en Dos veces junio o Ciencias morales de Martín Kohan, la microfísica de los gestos cotidianos podía ofrecer, a partir del desmontaje de las piezas aparentemente banales del juego del autoritarismo, una clave de comprensión de la realidad social, en Cuentas pendientes, los hábitos de la vida cotidiana, los avatares del cuerpo, especialmente en referencia a lo digestivo y a lo sexual, desplegados en detalle, ponen en primer plano un esfuerzo de captación de una existencia que paradójica y al mismo tiempo justamente por sus elementos nítidamente dispuestos y recortados, deriva en un conato absurdo, en lo inasible para la interpretación.
La vida de Lito Giménez es presentada por una mirada que intenta reconstruir minuciosamente su mundo de un modo casi entomológico, generando el efecto de un puro registro que se abstiene de indagaciones o esfuerzos interpretativos y que desemboca en el fracaso del escritor y de su tentativa de imaginación realista. Giménez no es un héroe ni un antihéroe, sólo se le podría asignar la categoría de lo ominoso que está ahí todo el tiempo y que se resiste a ser leído, una terquedad inquietante e irreductible, que no interactúa, aquello que no se puede abordar y ante lo cual la figura del escritor se desdibuja en caricatura inútil.