Mientras el colonialismo se basa en la coerción directa de los cuerpos como principal herramienta para entablar y reproducir su orden jerárquico (principalmente mediante esclavitud, o regímenes de trabajo como mita y encomienda), la eficacia de la colonialidad radica en la sujeción y modelado de las subjetividades mediante el control del conocimiento y la concomitante adopción de los intereses imperiales como propios por parte de los seres subalternizados (Quijano, 1992). Ambas son constitutivas al proyecto civilizatorio moderno comenzado con la apertura hacia el atlántico por parte de europa y la conquista iniciada en 1492, pero sólo la colonialidad continúa operando luego del retroceso de los regímenes coloniales y la supuesta autonomía jurídica y territorial gracias a su carácter “oculto”. Siguiendo esta idea, el poder de la colonialidad musical radica en ir configurando, mediante la huella trazada por el mencionado modelo, un sentido común que tipifique y prescriba qué es saber, hacer, y transmitir la música; sentido común inscripto en nociones, creencias, actitudes, deseos y expectativas. Esta colonialidad se manifiesta de forma paradigmática en las instituciones que tienen a su cargo la enseñanza de la música, pero que es irradiada mediante un sentido común ad hoc hacia ámbitos y sujetos de la vida cotidiana no necesariamente sindicados como musicalizados, en tanto espacios y sujetos del campo profesional de la música.