Investigar desde la periferia tiene inquietantes desafíos para quienes nos sentimos seducidos o seducidas por ciertas propuestas deconstructivas de corte francés. Uno de ellos es que en nuestros contextos la discontinuidad opera como norma. En nuestras latitudes no nos empuja el desafío de desestabilizar las evidencias de una voz que, solemne y autorizada, ha producido ciertos anudes indisputables entre historia y verdad. Aquí nos toca desempolvar fragmentos para enrostrárselos a un relato que denuncia siempre copias o ausencias. Para esa posición, forma bizarra de un discurso oficial que opera silenciando, la sociología argentina es un desparramo heteróclito de iniciativas que imitaron siempre al centro. A contramano de los diálogos imaginarios que producimos en nuestros dispositivos pedagógicos entre personajes que jamás cruzaron palabra y que no pensaron ni en el mismo tiempo ni sobre el mismo suelo (Marx y Parsons, Weber y Durkheim, Simmel y Schutz, etc.), tendemos a poner a quienes podrían ocupar el panteón de la sociología argentina a hablar en soliloquios. O, a lo sumo, con sus pares generacionales, nacionales o no. Y entre un tiempo y otro, silencio. Encontramos excepciones, sin duda. Una que ha resultado particularmente inspiradora para este artículo es un texto a cargo de Bibiana del Brutto (“Raza y carácter: algunos apuntes sobre sociología”).