Entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el invierno de 1919 Max Weber dictó en Múnich dos célebres conferencias: "La ciencia como vocación" y "La política como vocación". Allí analiza cómo el proceso de racionalización moderna, que caracteriza a la civilización occidental, opera transformaciones sustantivas sobre los disímiles campos de la ciencia y la política y, en particular, sobre los oficios del político y el científico. Si se atiende a esta singular coyuntura y se adscribe (como hace Weber implícitamente) a la tesis clausewitziana según la cual la guerra es “una continuación de la actividad política, una realización de la misma por otros medios” (Clausewitz 1983: 24), entonces sorprende la marginalidad de lo bélico entre las (pre)ocupaciones intelectuales de Weber. Esta vacante resulta aún más notable en alguien que prestó servicio desde el comienzo de la Gran Guerra hasta finales de 1915 trabajando como director de un hospital militar en Heidelberg. Sobre todo, intriga la desatención teórica de la vocación íntima del combatiente si se recuerda que durante el verano de 1918, Weber impartía otra conferencia en Viena ("El socialismo") ante trescientos oficiales del ejército austro-húngaro. Justamente ese es el eje de las conferencias de Múnich: “Tanto si se trata de ciencia como de política, Max Weber perseguía siempre el mismo fin: delimitar la ética propia de una determinada actividad, que él suponía debía ser la que se ajustaba a su finalidad peculiar” (Aron 1987: 34). Entonces ¿Existe una ética propia a la actividad bélica? ¿Cuál es la legalidad interna y cuál la tensión inherente del oficio militar? ¿En qué se distingue, si lo hace, la vocación del hombre de armas respecto del político tout court? A pesar de realizar contribuciones decisivas e imprescindibles para el análisis sociológico de la guerra no puede negarse que respecto a este tema Weber ha sido tan original como parco. Este trabajo quiere esclarecer esa penumbra.