Roland Barthes afirma que “leer es una actividad metonímica, devoradora; uno atrae hacia sí toda la capa de la cultura, se entra como en alta mar, en el Imaginario de la Cultura, el concierto, la polifonía de mil voces de los otros con las cuales mezclo las mías (…)” (Barthes, 2005:324). Es decir que la experiencia de la lectura hace que los sujetos ingresen en una trama compleja de significados y voces, en la que lectores y escritores dialogan y navegan por la cultura de manera dinámica, a lo largo de la historia, entre lo residual y lo emergente (Williams, 1980), entre lo propio y lo ajeno. En este sentido, la lectura habilita las mezclas, los intercambios, los cruces, los desplazamientos, las combinaciones, los encuentros entre culturas y pertenencias culturales. Asimismo, esta metáfora de la lectura concibe al lector como un viajero que ingresa a espacios reales o imaginarios creados por otros, pero tiene la posibilidad de imprimir su propia huella en aquello que lee; es autónomo, no se somete a la dominación de la letra sino que, por el contrario, puede seleccionar, interpretar y reelaborar aquello que lee. Lo que cada sujeto lee y construye en su propia lectura puede entrelazarse con otras lecturas posibles en otros contextos socio-históricos y culturales de manera tal de enriquecerse mutuamente. Es decir, si bien las prácticas de lectura están enraizadas en la historia cultural de las sociedades y se vinculan con el inconsciente cultural legitimado socialmente en cada contexto socio-histórico, establecen relaciones culturales dinámicas que se mueven entre aquello que ya estaba presente en el pasado y los nuevos significados y prácticas que son continuamente creados.