“Casi no quedan Pedros en este Páramo”, solía responder David Viñas desde una mesa del bar La Paz cada vez que se le interrogaba por la literatura de los noventa. La ironía hacía evidente referencia a una generación de escritores sin proyecto intelectual. Pero cuando la insistencia del interrogador solicitaba nombres, un ademán tajante cortaba de cuajo el humo y la frivolidad policial para ir al grano: “Nadie se pregunta qué, por qué ni para quién escribe antes de mostrar los dientes para la solapa”. El abandono de la célebre tríada sartreana venía a confirmar la resignación de ese momento de libertad en que una práctica específica se articula sobre un proyecto político. Viñas intuía que lo que se resignaba era, más que una moral, una responsabilidad concreta: la de optar entre hacer literatura con valor asertivo, sea sosteniendo y reafirmando los valores conservadores de la sociedad burguesa, sea –al contrario–, cuestionándolos, confrontándolos y contribuyendo a su gradual descomposición; o hacer literatura con valor interrogativo, transformando la propia ficción en el signo de esa opacidad histórica que se vive como subjetividad.