Cuando la avalancha informativa vinculada al COVID-19 abrumaba con la enumeración de los países afectados; las estadísticas de contagios; la progresión de los fallecidos; la historia de las pandemias que azotaron a la humanidad; la descripción de sus síntomas; la discusión acerca de barbijo sí –barbijo no y el valor preventivo del aislamiento social obligatorio, casi imperceptiblemente –en los huecos no cubiertos por la infodemia–, las redes sociales y los medios de comunicación tradicionales comenzaron a darle lugar el valor del arte como escudo para enfrentar lo desconocido, lo que atemoriza y paraliza a los humanos. Y mucho más a los humanos encerrados en las cuatro paredes de la cuarentena. El arte como sinónimo de vida, como símbolo de resiliencia y de unión fraterna entre las personas. El arte, en fin, como síntesis de un activismo que derribó fronteras simbólicas para fusionarnos en un sentir común: el arte nos da fortaleza para atravesar el mientras tanto de los momentos imprevistos, desconcertantes, extraordinarios. Arte para alejar a los fantasmas, para arrimar los afectos distantes por el confinamiento forzoso, para redimir los dolores, para remediar las angustias, el arte –en definitiva– como medicina para los espíritus y los cuerpos maltrechos.