El notario, como profesional del derecho a cargo de una función pública que le ha sido delegada por el Estado, desarrolla una inestimable y cardinal tarea: autentica hechos y actos jurídicos que pasan ante sí y los registra en el protocolo, cuya conservación y custodia también están a su cargo.
El ejercicio de la función notarial, en la cual se encuentran en juego las nociones de seguridad, valor y permanencia, y fundamentalmente el otorgamiento por parte del escribano de la fe pública como potestad legal otorgada por el Estado para que aquellos hechos evidentes que presencie y documente se tengan como verdaderos o auténticos, es una actividad eminentemente reglada. Estamos ante una labor que se inicia para quien la desempeña con un nombramiento efectuado por la autoridad competente, que le otorga la investidura funcional y lo habilita para ejercer la competencia inherente a su función, cuyo ejercicio estará regulado por múltiples normas de índole nacional y local, de derecho privado y de derecho público. Es que el escribano, cuando actúa, no sólo interviene en la génesis e instrumentación de negocios y actos que están regulados principalmente por el derecho privado, sino que además desarrolla otras actividades, como las que imponen las leyes administrativas y tributarias, nacionales y locales. Por un lado, se busca que el servicio alcance “…el grado de efectividad aspirado por las partes…”, pero a ello debemos agregar la eficiencia perseguida por el propio Estado al hacer al notario objeto de regulación de numerosas disposiciones de derecho público, entre ellas, fundamentalmente, las de naturaleza administrativa y tributaria.