El gobierno de la seguridad, a partir del período democrático instaurado en 1983, ha estado jalonado por importantes logros así como por la perdurabilidad de mecanismos que no han sido desmantelados. En este sentido, podemos plantear que, más allá de ciertos procesos de reforma que propusieron tanto una modernización y saneamiento institucional como un proceso de desmilitarización, Argentina aún mantiene un esquema de políticas en seguridad centradas en el “doble pacto” (Binder; 2008): se delega en la policía el tratamiento de la seguridad y, a cambio, el poder político no interviene en sus asuntos internos ni en sus negociados, verificándose una “desafección política de la seguridad pública” (Kessler: 2008).
En este sentido, cabría plantearnos, siguiendo a Kessler, que hay una “carencia de una estrategia integral de política de seguridad, en la cual la policía sea uno de los pilares, pero no el único, de la Seguridad Pública” (2008:12). Esto nos conduce a preguntarnos por la resolución del gobierno de la seguridad frente a casos de violencia institucional, en particular contra los jóvenes. Muchos de estos casos resultan emblemáticos por la visibilización generada por los familiares que claman justicia, que se organizan en contra de la impunidad, y cuya lucha resuena en los grandes medios de comunicación.
Si bien estos hechos generan ciertas respuestas normativas y de políticas de seguridad, en nuestro trabajo partimos del supuesto de que éstas tienen la característica de ser reactivas, espasmódicas y discontinuas en el tiempo. Para ello nos interesa analizar los casos en los que se encuentran involucrados jóvenes frente a la violencia policial o institucional y las modalidades que adopta el gobierno de la seguridad en estos casos.