Casi 1,5 millones de docentes y 23,4 millones de estudiantes de Educación Superior en toda América Latina actualmente se hallan comprometidos con el desafío y la prioridad de mantener la continuidad de los procesos de enseñanza y de aprendizaje en formatos educativos de “no-presencialidad”.
Las estrategias de aislamiento y las distintas formas de cuarentena desplegadas por las políticas de salud pública en todo el mundo con el objeto de enfrentar el virus y su terrible capacidad de daño, impactaron de un modo directo en la educación produciéndose el cierre de la totalidad de las Universidades y con ello un hecho inédito: la pérdida del espacio áulico en particular y del espacio institucional en general, de relacionamiento académico por excelencia, espacio de encuentro, de socialización e intercambio, que implica pérdida material y simbólica, que implica distanciamiento tangible pero también espiritual.
De este modo, la enseñanza a distancia sustentada en las nuevas tecnologías de la comunicación, que no constituye en si mismo un fenómeno novedoso ni de aparición reciente, sin embargo deviene novedad en su generalización y en la forma en que nos sorprendió sin solución de continuidad y con poco adiestramiento -es evidente que “estar conectado” o “manejarse” con las redes sociales de ningún modo implica estar en condiciones de participar eficazmente en procesos de enseñanza y de aprendizaje, o poder encauzar estrategias pedagógicas en entornos virtuales- configurando lo que denominamos “virtualidad emergente” (Orler, 2020).