Si bien los profesionales en Ciencias de la Educación tienen una presencia histórica en el campo de las Ciencias Sociales, en la actualidad se presenta como un campo profesional en reconfiguración. Cada campo convoca y da vida a una forma específica de interés, bajo la forma de un reconocimiento tácito del valor de los asuntos en juego y el dominio práctico de sus reglas (Bourdieu y Wacquant, 2005). En el caso particular del campo de las Ciencias de la Educación, aquello que podría considerarse legítimo y reconocerse como propio, se presenta altamente fragmentado. Dentro del campo educativo se han consolidado vertientes y prácticas claramente identificadas con campos de conocimientos fundados en un interés diferente al educativo, por ejemplo, la psicología y la sociología. Ha incorporado conocimientos y métodos de distintos cuerpos del saber que la han configurado como un espacio no homogéneo, en cuyo seno conviven conocimientos, métodos, preocupaciones diferentes y difícilmente unificables (Furlan y Pasillas, 1993). Así, el campo profesional se presenta con poca codificación, difuso, con signos de dispersión, marcado por la heterogeneidad de prácticas, la sustituibilidad profesional, y la diversidad en el sentido de las dificultades para definir ámbitos de especialización. La inseguridad, el reconocimiento de sí mismo y la necesidad de legitimación constante serían por lo tanto, rasgos del ethos profesional incorporado en las disposiciones de los/las profesionales del campo (Coria y Edelstein, 1993; Villa, 2011).