Hoy nadie duda de que cuando hablamos de Patagonia nos estamos refiriendo a una región con cierta homogeneidad. Sin embargo, si nos atenemos a sus rasgos físicos, lo que prevalece es la diversidad. Con una superficie de 800.000 kilómetros cuadrados, posee una gran variedad de ambientes ecológicos desde la cordillera hasta la costa atlántica, pasando por la meseta intermedia.
Una de nuestras hipótesis es que a pesar de esta diferenciación de paisajes, e incluso de su diverso poblamiento, evolución histórica y estructura productiva, es posible considerarla como una región1, analizar cómo se dio una progresiva construcción de ese espacio.
La identificación regional tiene que ver con ciertas características geográfico-naturales, pero fundamentalmente, es una construcción histórico-social.
Patagonia fue y es aún hoy representada como un “desierto”, los confines de la tierra, el vacío, y en esa percepción más imaginaria que real, se la homogeniza del mismo modo que cuando se la describe desde la mirada nacionalista, con un fuerte cariz geopolítico como espacio vulnerable y presa ambicionada por países extranjeros.
El imaginario ha realizado su construcción como un conjunto homogéneo antes de conocerla, de haber sido explorada. Ya cuando Pigafetta, cronista de la expedición de Magallanes la nominó, estaba pensando en un gigante de novela de caballería: Patagón. Nace signada por lo mágico. Y esto también la unifica.