En un momento histórico en el que las dinámicas internas al semiocapitalismo han hecho de los sujetos el resultado de una política de representación, la función de la imagen se ha visto desplazada desde aquella forma que tradicionalmente hacía inteligible al mundo hacia una actual producción de subjetividades que, desde el aparato discursivo hegemónico, es ejercida como una tecnología de poder que busca normativizar y determinar el lugar que debiera habitar la alteridad. Es en este escenario que el dispositivo cinematográfico se erige como una forma privilegiada en la configuración de identidades en tanto la disposición de sus elementos (proyector, sala oscura, pantalla) fuerzan al espectador a cargar con una mirada ya construida. Interesa entonces en el presente artículo estudiar la manipulación del campo sonoro en La Mujer Sin Cabeza y Nueva Argirópolis (Lucrecia Martel) así como el tránsito hacia esa expansión del campo cinematográfico que realiza Albertina Carri desde Los Rubios a la instalación Operación Masacre y el Sonido Recobrado como casos emblemáticos de contraproductivización crítica que, dentro del cine nacional, problematizan la política de representación, es decir, como instantes de falla en que el arte se transforma en una poética de resistencia frente al orden normativo hegemónicamente impuesto.