Resulta innegable que la literatura del Holocausto ha crecido y se ha multiplicado gracias en parte a la dedicada labor de los traductores, capaces de recrear en una lengua otra la obra de un autor, re-creando y re-produciendo –para lectores que no eran destinatarios directos– paisajes interiores, descripciones y reflexiones que enriquecen la experiencia humana por el gran capital simbólico que suponen. Constituyen de por sí una mediación entre la historia mundial y la nacional, como afirma Gramuglio, dentro de una comunidad interliteraria que comparte como base el español (2006). La verosimilitud que estos escritos han ido adquiriendo con el paso del tiempo se basa en testimonios de los pocos sobrevivientes y en documentos y fotografías que, gradualmente, fueron revelando la escala del horror de la persecución, los tormentos y la muerte de seres cuya principal culpa era ser “distintos” en una geografía europea saturada de violencia.
Los libros que han llegado a nosotros, como El diario de Ana Frank (publicado por primera vez en Ámsterdam, 1947, en alemán, como Het Achterhuis), Cuando Hitler robó el conejo rosa (publicado en Londres, 1971, en inglés, con el título When Hitler Stole Pink Rabbit), y La Noche (publicado en francés, como La Nuit, en París en 1958) son considerados hoy esenciales en la formación de los jóvenes y constituyen un derrotero para quien intente comprender la dimensión del sufrimiento infligido por el régimen nazi a millones de seres humanos desde la experiencia de niños y jóvenes. Susan Bassnett señala, refiriéndose a la literatura comparada, que las obras como las que forman este corpus, resultan comparables en términos de la manera en la cual han afectado la cultura nacional precisamente por su importación mediante la traducción (1993:8).