El exilio y el campo de concentración constituyen dos experiencias de dislocación territorial que repercuten tanto en la integridad física y emocional del sujeto como en la construcción de su identidad. A lo largo del siglo veinte y veintiuno han sido numerosas las catástrofes histórico-políticas en diversas latitudes geográficas que han tenido como consecuencia el paso de miles de hombres y mujeres por estas situaciones límite, cuya consecuencia directa ha sido la lesión, muchas veces irreparable, de sus derechos constitutivos. En Europa, los regímenes totalitarios de los años treinta y cuarenta multiplicaron estos acontecimientos centrados en la expulsión del sujeto del ordenamiento jurídico, ya sea dentro del territorio o fuera de él. Entre los ejemplos más significativos, se recuerdan los miles de españoles y españolas republicanos que, una vez finalizada la Guerra Civil y derrotados por el franquismo en 1939, fueron recluidos en campos de concentración en el sur de Francia, donde vivieron en simultáneo esta vivencia y el primer capítulo del que sería en muchos casos un largo exilio. Asimismo, el siglo veinte dio lugar a uno de los peores episodios en la historia de la humanidad, donde también se combinaron ambas situaciones: los campos de concentración y exterminio del Nacionalsocialismo en territorios alemanes, polacos y demás entre 1939 y 1945, a los que fueron conminados hombres y mujeres procedentes de diversos países, principalmente europeos, que vivieron al mismo tiempo el destierro y la reclusión en los campos. De hecho, el término “deportar” que se ha generalizado para describir el traslado de los sujetos a los campos nazis reúne en su significado ambos actos, el destierro y la prisión, puesto que el Diccionario de la Real Academia lo define como “desterrar a alguien a un lugar, por lo regular extranjero, y confinarlo allí por razones políticas o como castigo” (DRAE, 2001).