Los episodios traumáticos del pasado reciente ocuparon en la literatura argentina un espacio central, dando lugar a un corpus de dimensiones inusitadas. De forma paralela, los recorridos de la crítica mostraron la sistematicidad entre los “regímenes de memoria” sobre la violencia política del pasado reciente y su correlato en la estética literaria.
Chicas muertas de Selva Almada inicia el diálogo con aquel corpus literario en dos planos: por un lado, los casos de femicidios que la cronista investiga establecen continuidades y rupturas con el ciclo de la violencia política de los 70, remarcando especialmente la invisibilidad de los crímenes de violencia hacia las mujeres en la década signada por el retorno a la democracia y las políticas de reparación a las víctimas y enjuiciamiento de los responsables. Por otra parte, Chicas muertas recupera la pregunta sobre cómo narrar que –iniciada en el aforismo de Adorno (1955) que sentencia la imposibilidad de la poesía después de Auschwitz– recorre las discusiones en torno a las formas del relato sobre el pasado reciente hasta hoy.
La autora efectúa una serie de corrimientos que colocan este texto en un lugar inclasificable desde múltiples perspectivas: elementos propios de la crónica, la no-ficción y la autoficción se combinan en una investigación que se abandona a sus propios derroteros; la voz de la cronista se transforma en el arquetipo de la huesera; la narradora se detiene en rumores y mitos populares narrados en voz baja como un paisaje sonoro, como una pedagogía clandestina que transmiten las mujeres que se cuelan en su voz; las formas imperceptibles de la violencia encuentran un correlato en un escenario atípico, alejado de la crónica roja y el crimen pasional propio de la violencia de la gran ciudad. De esta manera el regionalismo de Selva Almada cuestiona las formas del relato de la violencia en la literatura argentina, dando una respuesta novedosa al desafío planteado por los casos impunes de las mujeres asesinadas en el interior del país durante los 80.